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Mostrando entradas de mayo, 2025

Truco o Trato

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Regresar a mi pueblo en Halloween siempre es un ritual. Aunque mi vida en Madrid es un torbellino de ruido, luces y prisas, cuando llega esta fecha, algo en mí anhela la calma, el aire fresco y la calidez de mi infancia.  Esta vez, el tren me dejó en la estación y, al bajar, el viento frío me envolvió como un viejo amigo. Respiré hondo, dejando que el aroma a tierra mojada despertara mis recuerdos. Caminé hasta la casa de mi abuela, el refugio que nunca cambia, con su puerta que cruje al abrirse y el olor a galletas de calabaza inundándolo todo. —¡Abuela! —exclamé, abrazándola con fuerza. Su piel era papel arrugado por los años, pero su sonrisa seguía siendo la misma. —Mi niña, la noche se acerca. Ayúdame a preparar la casa. No queremos que nuestros espíritus se sientan desatendidos —dijo con un guiño cómplice. La ayudé a encender una vieja lámpara con aceite de oliva, mientras las sombras crecían en los rincones. Me contó, como siempre, que en nuestro pueblo las almas perdidas ron...

El Saqueador de Tumbas

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Aquel sería su golpe más extraordinario, el que pondría fin a sus penurias. También resultaría uno de los robos más fáciles en su carrera de ladrón profesional. Ningún botín podía compararse con ese tesoro de rubíes, esmeraldas, zafiros, diamantes y monedas de oro puro. Tal vez ni las tres bolsas que llevaba, junto con su farol y las herramientas, bastarían para guardar tanta riqueza. Por primera vez daría un golpe en solitario. Sus dos secuaces se habían acobardado a último momento. No estaban con él en ese desierto cementerio, mientras limaba los barrotes frontales de la cripta, en aquella gélida noche sin luna. La maldición de la bruja los aterrorizaba. No querían cometer el sacrilegio de turbar el sagrado descanso de la mujer momificada, aseguraron. Además, corría el rumor de que el viejo mayordomo de la difunta merodeaba por aquel lugar, dispuesto a matar con tal de proteger la fortuna de su ama. —¡Una maldición! ¡Un viejo mayordomo! —Vaya par de idiotas —se dijo—. Pero mejor para...

La lápida

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    Una tarde gris, cuando el viento soplaba con un gemido constante, un desconocido entró al polvoriento taller de John Foster, tallador de lápidas. El hombre tenía la piel cenicienta, los ojos hundidos y la voz apenas un susurro. —Quiero esta —dijo, señalando una pequeña losa de mármol sin adornos. Foster, curioso, tomó su libreta. —¿Qué nombre desea que grabe? —John Foster. El lapidario parpadeó, helado. —¿Perdón? —Sí —repitió el hombre, con una ligera sonrisa que no tocó sus ojos—. John Foster. El tallista forzó una risa incómoda. —Ese... ese es mi nombre. —Lo sé —dijo el desconocido sin vacilar—. Una coincidencia, supongo. Foster tragó saliva. Sus dedos temblaban ligeramente. —¿Fecha de nacimiento? —Treinta de abril de mil ochocientos noventa y uno. Foster se quedó inmóvil, sintiendo cómo el frío le trepaba por la columna. —Esa es mi fecha de nacimiento —dijo, casi en un murmullo. —Curioso, ¿no? —dijo el hombre. Su sonrisa seguía ahí, helada, inmóvil. El tallista se armó ...

Alison.

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 Tenía muchas ganas de dormir, apenas y podía seguir viendo las letras borrosas en el computador. Detestaba con el alma que nadie se tomara la tarea de enviarme a casa tras ver mi estado, pero al parecer a los demás les daba igual ayudar a la chica que trabajaba casi por doce horas sin parar en la pequeña oficina del fondo. Aquella oficina mejor conocida como "el basurero" porque todos aquellos que no valían la pena para el señor Ramón dueño de la empresa, terminaba allá. El reloj estaba colgado en la pared dio el aviso de ser las doce de la noche, como siempre quedé la última,  termine de recoger cuando el conserje apareció, empezando a limpiar sin importar que siguiera estuviera sentada en el asiento frente al escritorio. Le importó poco pasar la escoba por sobre mis pies y el pedazo de tela con líquido desinfectante sobre la madera gastada. — ¿Le importa? —pregunté en cuanto arrojó mis cosas al suelo. Miró por encima de mí, en dirección a la puerta de salida. Un auto color...

No es la Hora

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  —Pobre chico… —susurró la madre de Warren, con ansiedad—. ¿De verdad no hay nada que podamos hacer? —Tranquila, amor —respondió su esposo, con voz cansada—. Lo único que podemos hacer ahora es esperar. El doctor está haciendo todo lo posible. —Pero debe haber algo… algo más. —No —insistió él—. Nada. Solo… espera. No pierdas la fe. Ella miró hacia la cama. Warren estaba inmóvil bajo la tienda de oxígeno. El cuerpo delgado, la piel pálida y los ojos cerrados como si durmiera. La respiración era lenta, pesada, como si cada aliento fuera una lucha. —Me parte el alma verlo así. —Susurró ella, con lágrimas en los ojos—. ¿Crees que siente dolor? —No lo sé. Pero… mírale el rostro. Parece en paz. Casi como si… sonriera. —¿Eso es buena señal, no? —Claro —dijo él, aunque su voz tembló ligeramente—. Al menos parece tranquilo. No sirve de nada angustiarnos más. —Es fácil decirlo… —dijo ella, rompiéndose—. Pero es nuestro único hijo. Si lo perdemos… si… No pudo continuar. Su voz se quebró y se...

Castillo de la Reina

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  El castillo estaba en silencio, a pesar de que apenas unas horas antes estaba lleno de invitados esperando que la reina Charlotte mirara en su dirección. Como si eso alguna vez fuera a suceder. No miró a nadie más que a sí misma. Lo único que le importa es su apariencia perfecta. Ropa perfecta. Rostro, maquillaje y peinado perfectos. Y por supuesto, todo y todos los que nos rodean deben ser iguales. Sally, la niña que deambula por el castillo a esa hora de la noche, no pertenece aquí. Su rostro pecoso, su cabello rojo brillante y sus ojos azules apagados eran, al igual que su baja estatura, inaceptables. Sujetando fuertemente los candelabros con ambas manos, Sally siguió el camino hacia el ala oeste del castillo, donde se encontraban las habitaciones de los sirvientes y, por tanto, su habitación. La mejor manera de describirlo es un "agujero de rata", pero tenía una cama vieja, un colchón que estaba roto y tenía agujeros en las sábanas raídas para que él los usara, y una ma...