Tiempos de Sombras.


En la calle, un silencio inquietante se cierne sobre el ambiente, interrumpido ocasionalmente por los primeros gritos ahogados de las personas que, hasta hace poco, paseaban con tranquilidad. La atmósfera parece cargada de tensión, como si el aire mismo retuviera los secretos de lo que acaba de ocurrir. Pronto, el ulular lejano de las sirenas de la policía y la ambulancia se alza en el aire, como un coro de voces inquietantes que anuncian la llegada de la tragedia.

Desde el balcón, observo lo que ocurre en la calle con una extraña y serena distancia. Es curioso, la verdad. Mi cuerpo yace en la calzada, aplastado, con los huesos rotos. Acabo de saltar al vacío, pero mi fantasma persiste en esta vivienda, un espectro anclado a su antiguo hogar. Una sensación de siniestra satisfacción me recorre, como si hubiera logrado burlar las limitaciones de la muerte misma.

El mañana se avecina con la promesa de noticias que retumbarán en los titulares de todo el país. Mi suicidio será el foco de los informativos, las palabras escritas y las voces televisivas. Entrevistarán a los vecinos y comerciantes del barrio, quienes, con un tono sombrío, hablarán de mí como si fuera un ser tan enigmático como incomprensible. Dirán que era una bellísima persona, siempre amable y siempre dispuesto a responder con cortesía al saludo de los demás. Y en esto, no mentirán. Fui enseñado a ser educado con los demás, a ser parte funcional de la sociedad en la que vivía. Pero, ¿se atreverá alguien a alzar la voz y contar la injusticia que se cometió conmigo?

Una calidez rancia me invade mientras mi mente regresa a los recuerdos de una vida que fue, hasta cierto punto, normal. Vivía en un piso modesto que adquirí con el esfuerzo acumulado de años de trabajo agotador. Margarita y yo éramos un matrimonio corriente, siempre ahorrando para poder permitirnos quince días de vacaciones al año. Ella amaba el mar, y compartíamos el sueño de tener un pequeño apartamento en la costa, un rincón donde pudiéramos pasar el resto de nuestros días juntos, viendo cómo el sol se perdía en el horizonte del océano. Pero el destino, caprichoso y cruel, se burló de nuestras ilusiones, llevándosela antes de tiempo.

Me quedé solo, inmerso en una desolación que devoraba cada centímetro de mi ser. Mis hijas, preocupadas por mi bienestar, decidieron tomar las riendas por mí, asegurándome un lugar en una residencia. Pero me negué, aferrándome a la idea de morir en mi propio hogar. La relación con ellas se enfrió y, con el tiempo, se desvaneció hasta desaparecer por completo.

La pesadilla se desencadenó cuando mi finca fue sometida a una inspección por parte del ayuntamiento. El perito declaró que tenía problemas estructurales, que era antigua y peligrosa para sus residentes. Algunos vecinos cedieron y vendieron sus viviendas a una inmobiliaria que se movía con sigilo en las sombras. ¿Acaso nadie vio la astuta jugada? La compañía buscaba adueñarse de la finca, comprar a precio irrisorio todas las viviendas para transformarlas en apartamentos de alquiler, destinados a turistas adinerados. Las presiones para que me fuera se volvieron implacables, acosado tanto por la inmobiliaria como por el ayuntamiento. Cuando los políticos huelen a beneficio, dejan de ser humanos para convertirse en carroñeros.
La justicia, o su pálido reflejo, dio la razón a ellos. Un juez dictaminó que debía abandonar mi hogar, aceptar 40.000 euros como indemnización y buscarme la vida por mi cuenta. El magistrado, en su sabiduría, insinuó que en una residencia podría estar más cómodo. Las horas corrieron hacia el fatídico día del desahucio, mientras yo contemplaba el abismo que se abría ante mí.

Hoy, a las nueve de la mañana, ellos llegaron. No hubo un grupo de personas valientes bloqueando la entrada, ninguna resistencia en mi defensa. Sabían cómo manejar los hilos para silenciar cualquier oposición. Atravesaron la puerta de mi hogar, y yo lo vi. Mi decisión ya estaba tomada desde la noche anterior. En el café de Lola, dejé una carta, un testimonio silencioso que algún periodista encontrará. Mi suicidio no será un mero acto de desesperación, sino un mensaje que clama por justicia.

La llamada al timbre resonó, y yo me dejé caer al abismo que había abierto en mi interior. El viaje hacia el suelo fue breve, y la agonía se disipó con rapidez. La muerte me recibió con una oscuridad que prometía el fin de mis penas.

Un espectro cubre mi cuerpo con una manta, mientras una mujer llora y lleva sus manos a la boca, mirando el balcón con ojos anegados de lágrimas.

Le saludo, pero parece no verme. Mi voz se pierde en el viento, incapaz de romper la barrera entre el mundo de los vivos y el reino de los espectros. La mujer sigue llorando, llevando las manos a la boca como si quisiera contener sus propios sollozos. Su pena y su tristeza me rozan como una caricia fría, y me doy cuenta de que no soy completamente invisible para todos.

Dejo atrás el sombrío espectáculo en la calle y regreso a lo que fue mi hogar. Mi presencia se funde con las paredes, con los recuerdos impregnados en cada rincón. Mi sillón preferido, desgastado por años de uso, me espera en el salón. Me dejo caer en él, como si pudiera sentir su tacto, y observo cómo los días y las noches fluyen en un ciclo eterno. Los relojes se detienen ante mi mirada, las sombras se alargan y se acortan, y el mundo continúa su marcha sin mí.

Mi intención es clara y tenebrosa. Planeo convertir esta vivienda en una pesadilla para aquellos que se atrevan a alquilarla, a buscar un refugio temporal en su interior. Mi presencia se entrelazará con la brisa que corre entre las habitaciones, susurros y escalofríos que desafiarán la lógica y atormentarán sus noches de sueño. La venganza se tejerá en las sombras, y la memoria de mi tragedia se incrustará en los muros como una maldición inquebrantable.

Quizás, en el reino de los espíritus, el tiempo se pliegue de manera distinta. Puedo verme observando desde mi sillón, contemplando la eternidad con ojos que ya no se cierran para el descanso. Las risas y los llantos de los futuros inquilinos serán mi música, y los pasos que recorran la casa serán mi compañía. Ser un fantasma, un ser que vaga entre los planos de la existencia, puede no ser una condena, sino una oportunidad de jugar con los límites de lo tangible y lo intangible.

Desde mi posición en la sala, imagino sus rostros pálidos, sus miradas desconfiadas y sus corazones acelerados. El terror, como una sombra al acecho, se convertirá en su constante compañero en esta morada que ahora compartimos. Míseramente, me doy cuenta de que, incluso en la muerte, puedo tener un impacto en el mundo de los vivos, retorciendo la realidad a mi antojo, convirtiendo sus expectativas en pesadillas y sus noches en un torbellino de emociones tumultuosas.

La eternidad se extiende ante mí, y yo, un espectro con sed de justicia, sonrío en la oscuridad. Mi historia no termina en la muerte, sino que toma una nueva forma, una forma que trasciende los límites de lo imaginable. El juego acaba de comenzar, y yo soy el maestro de ceremonias en este escenario de sombras y misterio.


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