Sombras del Metro.

 


¿Disculpe, es su teléfono? —preguntó la chica, sentada junto a él, mientras recogía su cabello con un gesto mecánico. Su mirada se desvió hacia el suelo del vagón, un lugar sucio, vacío, donde el olor nauseabundo casi era palpable, una mezcla de humedad estancada y algo más... algo podrido. El joven desvió la mirada hacia el sitio señalado por la desconocida, y sus dedos se extendieron hacia un viejo teléfono celular abandonado. Al levantarlo, cuando volvió a mirar, la chica había desaparecido.

Confuso, sacudió la cabeza y miró el dispositivo con cautela, preguntándose si acaso lo había soñado todo. Pero algo extraño le esperaba en la pantalla del teléfono: una fotografía del vagón donde se encontraba, tomada desde un ángulo que no recordaba haber visto. Y lo más inquietante, en la foto aparecía él, con la misma ropa que llevaba ese día. Junto a la imagen, otro archivo: un archivo de audio.

¿Qué hace una foto mía en un teléfono que jamás he visto? —pensó, sintiendo un escalofrío recorrer su espina dorsal.

Tratando de ignorar la sensación creciente de incomodidad, continuó su camino hacia casa. Sin embargo, cuando ya había recorrido unas cuantas calles, el teléfono vibró, rompiendo el silencio de su marcha. Una única notificación: un archivo MP3. Al abrirlo, el nombre del archivo coincidía exactamente con el de aquel audio que había encontrado en el dispositivo, y el nombre le pareció demasiado preciso, demasiado… personal.

Inquieto, y con un creciente malestar en su pecho, decidió deshacerse del teléfono, arrojándolo sin pensarlo a un cesto de basura cercano.

Finalmente llegó a su hogar. La puerta se abrió con un crujido familiar, y casi inmediatamente, su perra saltó hacia él, moviendo la cola con entusiasmo, lamiéndole el rostro. Mientras la acariciaba, un extraño brillo se encendió en su interior: algo no estaba bien. La perra, normalmente juguetona, comenzó a regurgitar, y él, acostumbrado a estos episodios, no se alarmó... hasta que vio lo que ella había expulsado: un dispositivo USB.

Intrigado, aunque algo alarmado, levantó el pequeño objeto y, tras limpiarlo rápidamente con su sudadera, se dirigió a su ordenador. Al conectar el USB, solo encontró un archivo: aquel mismo archivo que lo había estado acechando toda la tarde.

Decidió apagar el ordenador, intentando desviar sus pensamientos. Encendió la televisión, buscando algo que lo distrajera, hasta que un canal llamó su atención: una caricatura de su infancia. Sin pensarlo, se tumbó en el sofá, permitiendo que la nostalgia y el cansancio se apoderaran de él. Diez minutos después, su mente ya no era capaz de distinguir entre el presente y el pasado, y su cuerpo parecía rendido por completo... hasta que algo extraño ocurrió.

Uno de los personajes de la caricatura se acercó a la pantalla como si lo estuviera mirando directamente, con los ojos fijos en él. El instante fue breve, pero suficiente para que una sensación incómoda lo invadiera. Intentó ignorarlo, pero justo en ese momento, la voz del personaje se filtró en la habitación, clara y audible:

Vamos, Myles, escucha el audio.

Un estremecimiento recorrió su cuerpo y la sangre se heló en sus venas. Desesperado, apagó la televisión y encendió la computadora con manos temblorosas. Sabía lo que tenía que hacer. No podía seguir ignorando lo que estaba sucediendo. Tenía que escuchar el maldito archivo.

Se colocó los cascos, temeroso pero decidido, y abrió el reproductor. El puntero se movió lentamente, casi de manera automática, hacia el archivo. Cuando hizo clic, el silencio llenó la habitación, un silencio denso y pesado, interrumpido solo por la respiración agitada que se escuchaba de fondo, como un susurro lejano de alguien más. La sensación de pavor creció a medida que los segundos avanzaban, hasta que finalmente, al cuarto segundo, un gemido quebrado se filtró a través de los audífonos. Luego, una voz. La misma voz que había escuchado en el vagón del metro.

Bien hecho, Myles. Comenzaba a pensar que jamás lo escucharías. 

Él no podía creer lo que estaba oyendo. Repitió el audio desde el tercer segundo, intentando comprender, pero a medida que escuchaba, algo en su interior se quebraba. Los gemidos, los susurros, se volvían cada vez más nítidos, y la voz continuó:

Hace mucho tiempo que te observo, lo hago muy de cerca. Sé que no lo has notado. Sé que para ti todo esto solo ha sido un día extraño, pero fíjate bien... retrocede sobre tus pasos. ¿Te has dado cuenta ya? 

El joven intentó detener el audio, pero el ordenador no respondía. La voz continuó, lenta y precisa, haciendo crecer la paranoia en su pecho. ¿Qué está pasando? ¿De qué habla esta mujer? ¿Quién es ella?

Y entonces, en ese momento de desesperación, lo comprendió. La verdad, oscura y aterradora, se le reveló con cruel claridad. Jamás había salido de aquel viejo vagón del metro. El olor nauseabundo que sentía no provenía del entorno… venía de él. La chica no era humana. Era la parca. Y él ya no volvería a casa.


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