El entierro del demonio del jardín..

 


He entrado en el tanatorio con unas inmensas gafas de sol. No sabía si alguien me reconocería. Era difícil; habían pasado muchos años, casi treinta, y las personas cambiamos.

No obstante, no pasaron ni dos minutos antes de que identificara a muchas de las personas que allí se hallaban congregadas. Transformadas, eso sí, pero sus rasgos y gestos eran los mismos que antaño.

Discretamente y con la cabeza gacha, me dirigí a la sala de velación. Mi única intención era ver al difunto; lo cual me paralizó y disgustó al mismo tiempo por ver una urna de metacrilato sobre él. Yo quería tocarlo, sí, tocarlo; lo han leído bien. Quería cerciorarme de que estaba muerto dándole un pinchazo. Llevaba un alfiler en el bolso. Lo tomé antes de salir de casa.

Y ahora... ¿Cómo sé que esto no será otra de sus estratagemas? ¿Los demonios mueren? Estoy convencida de que no. Con los vampiros aún puedes usar la estaca en el corazón, pero con los seres endemoniados…

Contrariada, salí de la sala. Noté cómo unos ojos me seguían, aunque creí que aquella mujer, la que fue mi mejor amiga, no me había podido reconocer. Sus ojos estaban anegados en lágrimas y no paraba de emitir lamentos. El resto de las personas que la acompañaban estaban impasibles. Nadie demostraba ningún tipo de sentimiento. Bueno, sí, uno… Hastío.

Salí al exterior, necesitaba fumarme un cigarrillo. No me acerqué a ninguno de los corrillos que se habían formado, pero sus voces llegaban hasta mí.

- Esperemos que esté muy muerto.

- Es que… como resucite… lo mato.

- Hasta los hijos de puta algún día la pringan.

Conocí a Sebastián, con tan solo seis años, ya apuntaba a lo que sería en un futuro: una mala persona, un ser vil y cruel que hizo daño a todo el mundo que se ponía en su camino.

En cambio, el tanatorio estaba lleno. Creo que todos debían estar allí por la misma razón que yo, para asegurarse de su desaparición definitiva de la faz de la tierra. Incluso pondría las manos en el fuego de que aquellos lloros de su madre eran de alivio. Siempre le amargó la vida. Por muy hijo suyo que fuera, era un cabrón. Pensé en dónde estaría el marido. Luego recordé que me habían comentado que hacía unos veinte años salió disparado hacia un lugar desconocido. Huyó para no ser detenido por los chanchullos de su hijo. Si seguía vivo, dudaba que volviera para su sepelio. Lo arruinó materialmente y lo anuló como persona.

 Como decía antes, lo conocí cuando los críos suelen ser adorablemente ingenuos, pero él no. Él era travieso, divertido, por delante te sonreía o te abrazaba sin pedírselo. Pero por detrás…, siempre te la jugaba. A mí no, a mi hijo que sufría del Síndrome de Estocolmo. Cuanto más lo mortificaba, más reclamaba su compañía. Yo estaba desesperada. No sabía quién era peor, si el vándalo de Sebastián, o el tonto de mi hijo.

Además, cada vez que hablaba con su madre sobre el tema, me soltaba la retahíla… Deberíamos escuchar las dos versiones.

A mí me crispaba los nervios, pero teníamos demasiados frentes comunes abiertos para mandarla allí… Ya sabéis adónde. Para empezar, vivíamos en dos casas pareadas, unidas por los jardines, iban al mismo colegio, y tenían los mismos amigos.

Cuando no le ponía la zancadilla, lo empujaba y lo tiraba. A veces eran mordiscos, otras coscorrones. Sin venir a cuento, y sin pudor ni vergüenza, lo aporreaba delante de cualquiera. Todo el mundo lo veía, pero nadie decía nada. La madre actuaba como una tela de araña, intentando con sus “favores” mantenernos unidas. Seguramente sabía que, si nos perdía, no encontraría a nadie capaz de aguantar a aquel esperpento.

Intentaba “dialogar” con mi hijo para apartarlo de él y hacerle entender que existían más niños. Pero él, erre que erre con Sebastián. Poco tiempo después, los otros críos del grupo empezaron a tener problemas de comportamiento. Los padres no se habían percatado, pero las tutoras los llamaron para tener una reunión.

Los llevaron al psicólogo. Uno había retrocedido en el habla, otro había vuelto a hacerse pis en la cama y un tercero pasaba todo el día pasándose la lengua por los labios y chupando todo lo que encontraba.

Resulta que 'el angelito de Sebastián' los amenazaba constantemente si no hacían lo que él les decía. Desde regalarle alguna de sus pertenencias, hasta hacerles jugarretas y él salir indemne. A mi hijo lo utilizaba como saco de boxeo, a los otros los martirizaba con astucia.

Evidentemente, cortamos cualquier tipo de relación. El resto de las madres me pidieron disculpas. No se habían dado cuenta de que no era tan solo un niño travieso y muy movido. Era malo.

Pasaron los años y al vivir en el mismo lugar, nos fuimos enterando de sus proezas. Jugaba al fútbol; cuando entraba al campo, no dejaba títere con cabeza, siempre salía alguno en camilla. Incluso hubo uno que quedó cojo para siempre.

Como no era nada tonto, estudió el doble grado de Administración de Empresas y Derecho en ESADE, una de las universidades de más prestigio en España.

Ahí comenzaron sus chanchullos. Las carreras también le proporcionaron una labia increíble y muchos contactos. Su encanto personal y argucias atrajeron a muchos incautos, incluido su propio padre.


Acaban de avisar para que vayamos pasando a la capilla. Todo el mundo va serio, pero nadie llora. Incluso la madre ha dejado de hacerlo.

El sacerdote suelta el mismo rollo de siempre. Esos que cuando empiezan, desconectas. Son un hartazgo de tonterías. Veo sorprendida cómo un conocido sube a la tarima. Es el padre del niño al que dejó cojo. Enseguida, me viene a la mente que cuando alguien muere, todos lo convierten en santo.

A ver qué estupideces va a decir ahora. Si se pone melancólico y lo alaba, no podré evitar callarme».

Carraspeó y dijo:

-Nunca pensé que llegaría este día, puedo decir que el mayor cabrón que ha existido bajo la faz de la tierra ha muerto y yo he podido verlo.

Nadie dijo nada. Ni la madre ni su hermana, que al final reconocí por un gesto.

-Desde muy pequeño, Sebastián hizo desgraciadas a muchas personas, incluyendo a su familia. Destrozó cuerpos y hogares. Gracias a él, varios de sus secuaces, aquellos que confiaron en su palabra, están en prisión. Aunque él siempre salió indemne. Estoy convencido de que todos los que estamos aquí hemos venido para asegurarnos de que está muerto y bien muerto. Ahora voy a decirle unas palabras; os agradecería que, si están de acuerdo con todo lo que he dicho, las repitáis a modo de plegaria.

“Púdrete en el infierno. Ojalá sientas cómo te abrasas dentro del horno crematorio. No mereces otra cosa”.

Todos lo repetimos varias veces… Como si fuera una letanía.

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