LAS MADALENAS DE LA ABUELA
Eran esos momentos de la vida en los que cada movimiento parecía una batalla contra el tiempo y la resistencia de su propio cuerpo. Arrastró el dolor de espalda y de rodillas hasta la cocina. ¿Dónde había metido el cuenco de cristal? Parada entre la mesa y el fregadero, hizo memoria. La última vez que lo había usado, lo puso encima de la nevera.
Ya no se subía a las sillas para llegar a los estantes más altos. Estuvo a punto de caer un mes antes y le tenía miedo. Se ponía de puntillas, estirando su menudo cuerpo como si fuera una figura de plastilina. Con esfuerzo, paciencia y una buena sarta de maldiciones, consiguió hacerse con él.
Se sentó para preparar las magdalenas. No aguantaba mucho rato de pie. A los diez minutos, parecía que un diablo malnacido estuviera hurgando en su costado con un hierro ardiendo. Cada movimiento se convertía en una negociación con el dolor, una negociación que ganaba más a menudo de lo que le gustaría admitir.
Miró la hora una vez más para comprobar que tenía tiempo de hornear las magdalenas antes de la visita de la familia. Era curioso cómo algo tan sencillo, tan cotidiano como hornear magdalenas, podía convertirse en un reto en su situación.
Cascó los huevos, batiéndolos con fuerza hasta que doblaran de tamaño. Añadió los 125 gramos de azúcar, los 50 mililitros de leche y los 100 de aceite de girasol. Otra vez a batir, con ganas pero sin fuerzas. Agregó 200 gramos de harina con medio sobre de levadura y realizó movimientos envolventes con una cuchara de madera, intentando que la masa quedara lo más aireada posible. Terminó con un buen chorro del ingrediente secreto, aquel que hacía las magdalenas de la abuela únicas.
Colocó la masa en los papeles rizados, metiendo la bandeja en el horno. Tenía media hora para terminar lo que dejó empezado en la habitación. Mientras las magdalenas comenzaban a llenar la cocina con su aroma, ella se esforzó por levantarse y caminar hacia la habitación.
–Mamá, no sé cómo lo haces, pero cada día las magdalenas te salen más buenas. – Carla comía a dos carrillos, bebiendo sorbos de su café con leche. A su lado, Luis, marido ejemplar y yerno odiado, picoteaba de su café con satisfacción. –Tiene razón, Carla. Hoy te has superado.
Ella, sentada frente a ellos, los miraba fijamente, con una sonrisa en los labios que intentaba disimular. Menos mal que no habían traído a los niños. El plan, urdido durante tanto tiempo, se habría ido al traste.
–Os las tenéis que comer todas, que yo no puedo por la diabetes y me toca tirarlas.
–No quedará ninguna, ya verás.
–Mamá, hay algo de lo que queríamos hablarte. Verás...
- Después de las magdalenas.
Una vez desaparecidas del plato, decidió que era el momento de poner las cartas sobre la mesa.
–¿Y bien?
–Esto es violento, suegra, pero ambos pensamos que ha llegado el momento de que ingreses en una residencia. Allí estarás bien.
–¡No quiero ir a ningún asilo! Estoy bien en mi casa. Puedo cuidarme sola.
–No puedes, mamá. La decisión está tomada. Si no accedes por las buenas, Luis tiene un amigo que te puede incapacitar. No pongas las cosas difíciles.
No pudo evitar estallar en unas carcajadas que fueron creciendo de intensidad.
–¿De qué te ríes? El tema es serio.
–Me río por lo gilipollas que sois. ¿Pensáis que no sabía lo que tramabais? Os escuché en Navidad, hablando en la cocina, cuchicheando como dos conspiradores. ¡Sois patéticos!
–Mamá, te advierto...
–La que os advierte soy yo. ¿Os han gustado las magdalenas de hoy? ¡Serán las últimas! Cuando supe que veníais para hablar, no me lo pensé. Os he envenenado con ricina, por egoístas. Queréis quedaros con todo lo que tengo.
–No es verdad lo que dices, suegra.
–Totalmente cierto. En pocos minutos empezaréis a notar los primeros síntomas, y en menos de media hora, estaréis muertos los dos.
Carla y Luis, cogidos de la mano, sentían cómo las fuerzas abandonaban sus cuerpos y les costaba respirar.
–Cuando os encuentre la policía, yo estaré pasando unos días con mi amiga Marisa, que declarará que el día de hoy estaba con ella. ¿Quién va a sospechar de una ancianita?
–Te... Te...
–¿Ya no puedes hablar, Carla? La ricina no deja rastro, es indetectable pasadas las primeras veinticuatro horas. Cuando me den la noticia, derramaré alguna lágrima, y después seguiré con mi vida, viviendo en mi cas
a y como a mí me dé la gana. La policía determinará si es muerte natural o suicidio. Me decanto por la segunda.
Se levantó, alisó la falda con las manos y, mientras los miraba por última vez, acarició la cabeza de su hija.
–Siempre has sido muy ambiciosa, Carla. Unos años más, no pueden quedarme muchos, y hubieras heredado.
Su hija y su yerno ya estaban muertos cuando salió de la casa, arrastrando la maleta, dirección al autobús que le llevaría a casa de Marisa.
Mientras esperaba en la parada, sacó el viejo móvil y marcó de memoria. El timbre resonó antes de que una voz al otro lado contestara.
–Dígame.
–Está hecho. Fue rápido y efectivo.
–¿Clarita?...Sí, ya está, cariño. No sé qué hubiera sido de mí si no me hubieras avisado de las intenciones de tus padres... Lo sé, de verdad. Tú no eres como ellos. Tranquila, no tendremos problemas. Solo te pido que disimules en el entierro, para que no sospeche tu hermano. Un beso cariño mío. Nos vemos en unos días.
Con una paz enorme y sin remordimientos, subió al autobús, buscando un asiento junto a la ventanilla.
Ya no se subía a las sillas para llegar a los estantes más altos. Estuvo a punto de caer un mes antes y le tenía miedo. Se ponía de puntillas, estirando su menudo cuerpo como si fuera una figura de plastilina. Con esfuerzo, paciencia y una buena sarta de maldiciones, consiguió hacerse con él.
Se sentó para preparar las magdalenas. No aguantaba mucho rato de pie. A los diez minutos, parecía que un diablo malnacido estuviera hurgando en su costado con un hierro ardiendo. Cada movimiento se convertía en una negociación con el dolor, una negociación que ganaba más a menudo de lo que le gustaría admitir.
Miró la hora una vez más para comprobar que tenía tiempo de hornear las magdalenas antes de la visita de la familia. Era curioso cómo algo tan sencillo, tan cotidiano como hornear magdalenas, podía convertirse en un reto en su situación.
Cascó los huevos, batiéndolos con fuerza hasta que doblaran de tamaño. Añadió los 125 gramos de azúcar, los 50 mililitros de leche y los 100 de aceite de girasol. Otra vez a batir, con ganas pero sin fuerzas. Agregó 200 gramos de harina con medio sobre de levadura y realizó movimientos envolventes con una cuchara de madera, intentando que la masa quedara lo más aireada posible. Terminó con un buen chorro del ingrediente secreto, aquel que hacía las magdalenas de la abuela únicas.
Colocó la masa en los papeles rizados, metiendo la bandeja en el horno. Tenía media hora para terminar lo que dejó empezado en la habitación. Mientras las magdalenas comenzaban a llenar la cocina con su aroma, ella se esforzó por levantarse y caminar hacia la habitación.
–Mamá, no sé cómo lo haces, pero cada día las magdalenas te salen más buenas. – Carla comía a dos carrillos, bebiendo sorbos de su café con leche. A su lado, Luis, marido ejemplar y yerno odiado, picoteaba de su café con satisfacción. –Tiene razón, Carla. Hoy te has superado.
Ella, sentada frente a ellos, los miraba fijamente, con una sonrisa en los labios que intentaba disimular. Menos mal que no habían traído a los niños. El plan, urdido durante tanto tiempo, se habría ido al traste.
–Os las tenéis que comer todas, que yo no puedo por la diabetes y me toca tirarlas.
–No quedará ninguna, ya verás.
–Mamá, hay algo de lo que queríamos hablarte. Verás...
- Después de las magdalenas.
Una vez desaparecidas del plato, decidió que era el momento de poner las cartas sobre la mesa.
–¿Y bien?
–Esto es violento, suegra, pero ambos pensamos que ha llegado el momento de que ingreses en una residencia. Allí estarás bien.
–¡No quiero ir a ningún asilo! Estoy bien en mi casa. Puedo cuidarme sola.
–No puedes, mamá. La decisión está tomada. Si no accedes por las buenas, Luis tiene un amigo que te puede incapacitar. No pongas las cosas difíciles.
No pudo evitar estallar en unas carcajadas que fueron creciendo de intensidad.
–¿De qué te ríes? El tema es serio.
–Me río por lo gilipollas que sois. ¿Pensáis que no sabía lo que tramabais? Os escuché en Navidad, hablando en la cocina, cuchicheando como dos conspiradores. ¡Sois patéticos!
–Mamá, te advierto...
–La que os advierte soy yo. ¿Os han gustado las magdalenas de hoy? ¡Serán las últimas! Cuando supe que veníais para hablar, no me lo pensé. Os he envenenado con ricina, por egoístas. Queréis quedaros con todo lo que tengo.
–No es verdad lo que dices, suegra.
–Totalmente cierto. En pocos minutos empezaréis a notar los primeros síntomas, y en menos de media hora, estaréis muertos los dos.
Carla y Luis, cogidos de la mano, sentían cómo las fuerzas abandonaban sus cuerpos y les costaba respirar.
–Cuando os encuentre la policía, yo estaré pasando unos días con mi amiga Marisa, que declarará que el día de hoy estaba con ella. ¿Quién va a sospechar de una ancianita?
–Te... Te...
–¿Ya no puedes hablar, Carla? La ricina no deja rastro, es indetectable pasadas las primeras veinticuatro horas. Cuando me den la noticia, derramaré alguna lágrima, y después seguiré con mi vida, viviendo en mi cas
a y como a mí me dé la gana. La policía determinará si es muerte natural o suicidio. Me decanto por la segunda.
Se levantó, alisó la falda con las manos y, mientras los miraba por última vez, acarició la cabeza de su hija.
–Siempre has sido muy ambiciosa, Carla. Unos años más, no pueden quedarme muchos, y hubieras heredado.
Su hija y su yerno ya estaban muertos cuando salió de la casa, arrastrando la maleta, dirección al autobús que le llevaría a casa de Marisa.
Mientras esperaba en la parada, sacó el viejo móvil y marcó de memoria. El timbre resonó antes de que una voz al otro lado contestara.
–Dígame.
–Está hecho. Fue rápido y efectivo.
–¿Clarita?...Sí, ya está, cariño. No sé qué hubiera sido de mí si no me hubieras avisado de las intenciones de tus padres... Lo sé, de verdad. Tú no eres como ellos. Tranquila, no tendremos problemas. Solo te pido que disimules en el entierro, para que no sospeche tu hermano. Un beso cariño mío. Nos vemos en unos días.
Con una paz enorme y sin remordimientos, subió al autobús, buscando un asiento junto a la ventanilla.
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