No es la Hora
—Pobre chico… —susurró la madre de Warren, con ansiedad—. ¿De verdad no hay nada que podamos hacer?
—Tranquila, amor —respondió su esposo, con voz cansada—. Lo único que podemos hacer ahora es esperar. El doctor está haciendo todo lo posible.
—Pero debe haber algo… algo más.
—No —insistió él—. Nada. Solo… espera. No pierdas la fe.
Ella miró hacia la cama. Warren estaba inmóvil bajo la tienda de oxígeno. El cuerpo delgado, la piel pálida y los ojos cerrados como si durmiera. La respiración era lenta, pesada, como si cada aliento fuera una lucha.
—Me parte el alma verlo así. —Susurró ella, con lágrimas en los ojos—. ¿Crees que siente dolor?
—No lo sé. Pero… mírale el rostro. Parece en paz. Casi como si… sonriera.
—¿Eso es buena señal, no?
—Claro —dijo él, aunque su voz tembló ligeramente—. Al menos parece tranquilo. No sirve de nada angustiarnos más.
—Es fácil decirlo… —dijo ella, rompiéndose—. Pero es nuestro único hijo. Si lo perdemos… si…
No pudo continuar. Su voz se quebró y se aferró al brazo de su esposo, buscando consuelo.
Se quedaron en silencio. Sentados juntos al borde del abismo.
Afuera, en el pasillo del hospital, dos médicos hablaban en voz baja.
—Si su fiebre sigue subiendo, no pasará de esta noche —dijo uno, con el ceño fruncido—. Es una pena. Es tan joven...
—¿Hay algo más que podamos intentar?
—Nada que no hayamos hecho ya. Está sedado, ha sido operado, le hemos administrado todo lo posible. Solo queda esperar. Esta hora lo decidirá todo.
Unos veinte minutos después, el médico salió de la habitación, visiblemente sorprendido.
—Increíble —le dijo al otro, casi sonriendo—. Está mejorando. El pulso se estabiliza. Respira mejor. Pensé que lo perdíamos… pero ahora estoy seguro: va a vivir. Apostaría mi reputación.
Dentro de la habitación, los padres de Warren escucharon aquella voz.
Se miraron en silencio.
La madre frunció el ceño con decepción.
—¿Lo oíste? —murmuró—. No va a morir… otra vez. Lo sentía tan cerca esta vez. Tan cerca de reunirse con nosotros… y ahora, quizás tengamos que esperar otros treinta o cuarenta años.
El padre asintió, resignado. Se puso de pie, le ofreció la mano a su esposa, delgada y translúcida como la suya. Juntos se envolvieron en sus mortajas y flotaron fuera de la habitación, atravesando la ventana, ascendiendo bajo la luz plateada de la luna que se derramaba sobre la ciudad dormida.
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