Él no fue.



La casa no tenía nada de particular. Era como una cabaña en el monte, sin otro lujo más que la propia naturaleza que la envolvía. El anterior propietario puede que fuera cazador por la decoración que presentaba. Lo único que sabía de él es que había sido profesor de no sé qué en no sé dónde. Al poco de que me dieran las llaves, retiré casi todos los tapices, las cornamentas, alfombras… Lo único que mantuve fue un hacha que había colgado sobre la chimenea, y le conservé como recuerdo de una anterior vida.

Cuando ya me había trasladado a vivir en ella comenzaron a suceder cosas. Todo un clásico: Puertas que se abren y se cierran solas; objetos que aparecen con la posición cambiada; ruidos tipo lamentos, quejidos, risas, crujidos; luces que se encienden y apagan solas. Yo soy bastante incrédulo para todas esas cosas y siempre intento buscar una explicación lógica. En caso de no encontrar esa explicación, tampoco es que me agobie mucho. Pero sí que empezó a resultar molesto.

Un día, al llegar a casa en el coche, vi a unos jóvenes subidos en el tejado. Al verme llegar saltaron del tejado y se fueron corriendo, perdiéndose en la espesura de los matorrales que anteceden al bosque. Esa noche, a las doce en punto sonó un crujido y calló en el hogar de la chimenea la quijada de un animal. Me dio un susto tremendo y pensé que ya había una explicación para lo que pasaba en la casa. Esos muchachos estaban haciendo de las suyas pretendiendo asustarme, pero ignoraba qué motivos tendrían para ello.

Algunas veces paraba el coche en el desvío, a unos cincuenta metros de la casa, y me acercaba sigilosamente para intentar trabarlos haciendo de las suyas. Varias veces les descubrí por los alrededores y les hice fotos con el móvil. Debía hacer algo con ellos, pero sin pruebas no podía poner ninguna denuncia.

- ¿Quiénes sois y qué hacéis dentro de mi casa? – Los tres chicos y una chica estaban dentro uno de los días.

- ¿Esta es tu casa? A ver si ventilas porque huele fatal.

- Huele a muerto.

- Dejar de decir tonterías y explicarme por qué habéis entrado en mi casa sin permiso. Sé que sois vosotros los que estáis provocando todos esos fenómenos extraños con la intención de asustarme, pero no sé por qué queréis asustarme. ¿Queréis que me vaya de aquí?

- ¿Te gusta mi pelo? – Me dijo la chica mientras se me acercaba enroscando el dedo en uno de sus mechones.

- Este no es el profesor. Es que le gustan los viejos como tú.

- Enséñaselo todo.

- Quiero que os marchéis de mi casa. ¡Ya está bien! Ya os habéis divertido bastante. No volváis por aquí ni volváis a preparar ninguna de estas tonterías que hacéis y que no me asustan en absoluto. ¡Marchaos!

Se marcharon heridos en su amor propio al no seguirles el rollo, pero todo continuó igual, con las lámparas encendiéndose y apagándose solas, los cuadros movidos de sitio y demás historietas.

Me fui al puesto de policía de la zona a presentar una denuncia, porque no iba a tolerar más el comportamiento de los cuatro jovenzuelos.

- ¿Tiene alguna prueba que sostenga la acusación que quiere interponer?

- Tengo fotos de esos chavales alrededor de mi casa preparando algunas de las trampas. Llámelas como quiera.

- ¿Puede mostrármelas?

- Sí, tenga. Vaya pasándolas.

- Ya veo. Pero… En estas fotos no aparece ningún muchacho haciendo nada.

- Que sí. Que se ve cómo hacen determinadas cosas.

- Quiero decir que no se ve a ningún muchacho en las fotos. ¿Está seguro de que son estas las fotos que quiere mostrarme?

- ¿Cómo? ¡A ver! Sí, son estas las fotos, pero no lo entiendo. – La verdad es que no había mirado las fotos desde que las hice y tenía razón, no aparecían los chavales.

Les hablé de los tres chicos y la chica, de cómo eran, del encuentro que tuve con ellos, de todo lo que me acordaba. Me dijeron que enviarían a un par de agentes a echar un vistazo por la casa y se lo agradecí mucho. No pensé que se iban a molestar en mi caso ante la ausencia total de pruebas, solo con mi palabra.

- ¡Qué peste! – Dijo uno de los agentes al entrar en casa, tapándose la nariz con el antebrazo.

- Lo siento. No he ventilado esta mañana. Yo no lo huelo porque tuve una infección de niño y me quedó afectado el sentido del olfato.

- Mira eso. – Le dijo uno al otro.

- ¿El hacha que tiene sobre la chimenea es suyo?

- Estaba ahí cuando compré la casa.

- Nos le llevaremos.

- Llama a central. – Dijo el otro cuando regresó del sótano. – Señor, no se mueva. Siéntese. Va a tener que acompañarnos.

Mientras me llevaban en el coche patrulla, oí en la radio mensajes referentes a cuatro chicos desaparecidos, tres chicos y una chica.

- Mi nombre es Bermúdez y…

- ¿Por qué me han…

- ¡Cállese! Nadie le dio permiso para hablar. ¿No lee usted las noticias? ¿No está al tanto de la desaparición de cuatro jóvenes en la otra punta del país? Hemos encontrado lo que creemos que son cuatro cuerpos descuartizados ocultos en el sótano de su casa, que creemos se corresponden con los de los cuatro jóvenes desaparecidos. Va a ser acusado de los asesinatos de esos jóvenes. Desde este instante pasará a prisión preventiva a espera de juicio.

No me dieron ninguna opción. En casos mediáticos como este, interesa hacer justicia. No interesa sacar la verdad a flote ni investigar de la manera correcta. El interés se centra en encontrar pronto un culpable y mostrar a la opinión pública que la justicia funciona.

Fue todo muy rápido. Antes de que me diera cuenta ya estaba encerrado en una prisión de máxima seguridad, compartiendo celda con quién sabe quién.

- Tú eres el que mató a esos niños, ¿no? – Me preguntó mi compañero de celda mientras reía de una manera asquerosa.

- ¿Y tú por qué estás aquí?

- Por una tontería. Tuve un altercado con unos padres de una alumna. Un equívoco.

- No se termina en una prisión de máxima seguridad por una equivocación. Yo no hice eso de lo que me acusan.

- A mí puedes contarme la verdad. ¿Te lo pasaste bien con ellos? ¿Estaban tiernitos? Dicen por ahí que tu semen estaba en sus cuerpos.

- Eso es mentira. Alguien lo pondría.

- Fue una buena cacería. Ya te imagino con ellos. Todos en fila, bien ataditos. Bajo las cornamentas de los corzos, a la vista de los tapices, disfrutando de ellos uno por uno, durante días. Matando al primero serían más dóciles el resto. La última ella. ¡Mmmm! Qué bien olería su pelo. Difícil que te la muerda cuando sabe que de ello depende su vida. Puedo imaginarlo.

Esa misma noche le asfixié con mi almohada. Nunca conté a la policía que cuando compré la casa estaba adornada con cornamentas y tapices de caza. No sé por qué estaba aquel tipo allí encerrado, pero tenía el pleno convencimiento de que fue él quien hizo aquella barbarie.

No tardaron en apareces los tres chicos y la chica en mi celda, igual que cuando se aparecían en mi casa.

- ¿Esto es lo que queríais? ¿Queríais venganza? Pues ya está hecho. Ya está muerto el que os hizo tanto daño.

- ¡Profesor! – Dijo la chica. – ¿Te sigo gustando? ¿Quieres hacerme lo mismo que me hiciste aquellos días?

- Yo no soy profesor. Yo no te hice nada. Ni os conozco a ninguno.

- Conservaste el hacha como recuerdo de una anterior vida. Tú mismo lo dijiste. – Dijo uno de los chicos. – A nosotros no nos importa que quieras engañar al mundo diciendo que no fuiste tú.

- Maté al que lo hizo. Mi compañero de celda lo hizo. Solo le faltó confesarlo. Lo hizo él. Él sabía cosas de la casa que nadie más sabe. Él describió muchas cosas que nadie sabe. Tiene que haber sido él. Debéis dejarme tranquilo. El que os hizo daño ya no está aquí.

- En esta prisión las celdas son individuales.

Pobres chicos, qué confundidos están. No quieren aceptar que yo no fui el que les hizo aquello. Todos se equivocan. Yo no fui. Y en la soledad de mi confinamiento se aparecen los cuatro una y otra vez, una y otra vez, queriéndome convencer de que fui yo. Acabé acostumbrándome a su presencia, a sus caras, a tenerlos cerca, muy cerca, tan cerca que hasta podía oler el pelo de ella, podía sentir su piel en contacto con la mía, su miedo, hasta podía sentirme penetrando en ella, como si del recuerdo de una anterior vida se tratara.

Yo no fui.

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