La Caza de Aileen.


 La noche había caído hacía varias horas. Lejos de la tranquilidad que eso le proporcionaba normalmente, Aileen estaba intranquila.

Hacia más de veinte minutos que había cerrado el bar en el que trabajaba. El último grupo de moteros se habían alejado en sus Harley Davidson dejándola sola para recoger los botellines de cerveza, cerrar caja, barrer y fregar.

Para colmo, su pequeño e inútil escarabajo del '69 ni siquiera quiso arrancar, por lo que caminaba en la oscuridad apenas iluminada por las farolas que todavía no se habían fundido en aquella estrecha y abandonada calle.

Frustrada consigo misma por no coger el abrigo del interior de su coche, y negándose a dar media vuelta, se abrazó a si misma tratando de darse calor frotándose ambos brazos con fuerza.

Era evidente que un día más, la vida no le sonreía.

Podría morir congelada en mitad de aquellas callejuelas y nadie se daría cuenta. Nadie la extrañaría.

​​​​Viviendo en Alba Iulia, la capital del distrito de Alba, en Transilvania, Rumania, situada a orillas del río Mureş y con una población de 58.681 habitantes, nadie extrañaría a una pequeña e insignificante mujer que trabajaba como camarera en un bar de carretera, vivía en un apartamento encima de un burdel y que no tenía ningún recuerdo anterior a los cinco años, cuando la abandonaron en las puertas de un orfanato.

Conforme llegó a la civilización, cada vez más cerca de la catedral, la sensación de que alguien estaba tras sus pasos se hizo más fuerte. Había sentido pasos cuando faltaba poco para llegar, pero creyendo que era debido a su desbordada y macabra imaginación, decidió acelerar el paso creyendo que eso detendría esos pensamientos. No lo hizo.

Los pasos sonaban cada vez más cerca, como si quien fuera tratase de alcanzarla a cualquier precio. Asustada, se aferró a su bolso y corrió.

Ya no importaba si eran o no imaginaciones suyas, porque quién había tras ella también empezó a correr. Locura o no, podía sentir su fuerte respiración en la nuca y sus frías y esqueléticas manos rozando su pelo. El suelo estaba húmedo y resbaladizo debido a la densa niebla que rodeaba la ciudad a aquellas horas.  Corrió a ciegas.

Aquél que la seguía agarró el asa de su bolso y ella lo soltó sin pensar mientras seguía huyendo. Una risa chillona y tenebrosa llenó el aire hasta sus oídos uniéndose a su propio grito de terror, porque quien fuese que la seguía, daría con ella. Tenía su cartera y sus datos en ella. No podía regresar a su apartamento. Solo podía huir. ​​​​​​Aileen tropezó con sus propios pies. La muerte la acechaba a grandes pasos y el cansancio estaba haciendo mella en ella.

Tras doce horas de pie sirviendo mesas, los pies le ardían. Hacía rato que dejó de tener frío y en ese momento en todo lo que podía pensar era en todo lo que aún no había experimentado. Le quedaban muchas cosas por vivir y si no encontraba un lugar para esconderse, aquella sería su última noche en este mundo. ¡No! No puedo rendirme. No me rendiré…

Sus pies la habían llevado hacia la parte más oscura de la ciudad, un lugar al que nunca antes se atrevió a visitar, pero la desesperación y con la idea de despistar a su acechador, no pensó y se adentró entre los árboles. El grito de su cazador resonó por todo el lugar. El eco la rodeó creyendo que él podría aparecer desde cualquier ángulo, incluso frente a ella. No podía escalar un árbol, solo podía correr y rezar para que él se diese por vencido.

—Perseguirte solo aumenta mis ganas de cazarte. Corre más, pequeña Aileen. 

Su voz chillona la estremeció y un grito ahogado salió de su garganta.

Finalmente sus pies no dieron para más. Las raíces de uno de los árboles sobresalía demasiado y tropezó con ellas, golpeándose la frente contra el tronco.

Un leve rayo de luna a través de la espesa niebla se filtró entre los árboles permitiendo algo de claridad. Desorientada y agotada, se dio la vuelta justo a tiempo para ver a la pálida figura salir de entre los árboles que había dejado atrás.

Sus manos cadavéricas sujetaban su bolso. Su boca esbozaba una sonrisa cínica. Su lengua oscura y viscosa relamía sus dientes largos y afilados, pero fueron sus ojos, rojos como la sangre los que la paralizaron. Gritó con todas sus fuerzas mientras aquél ser extendía su sonrisa, dejaba caer su bolso y de agazapó como si fuese a impulsarse para saltar sobre ella. Consciente de que era su fin, cerró los ojos y esperó. Un fuerte rugido sonó por el lugar, seguido de otros dos. Aileen observó asombrada como la figura era rodeada por otras tres, más grandes, más oscuras. Apoyándose en el tronco del árbol a su espalda, lentamente se arrastró hacia arriba para ponerse en pie. Quizá aquellos seres salidos de la nada le permitirían huir después de todo. Una sombra se interpuso frente a ella y la cogió del brazo con fuerza clavándole las enormes y oscuras uñas en la piel. Como los otros dos, era enorme, como un perro gigante y peludo que andaba a dos patas y se cernía sobre ella. No podía ver el color de sus ojos, pero si los afilados dientes que sobresalían por fuera de los gruesos labios. Deseando gritar de nuevo, el sonido quedó atascado cuando le oyó.

—No puedes escapar. Enloquecerá si lo haces. 

Su voz, ronca y poderosa retumbó en su mente.

Él no había hablado. Sus labios no se movieron. ¿Cómo podía entonces…?

Un nuevo rugido sonó entonces. Ambos miraron hacia donde las otras dos criaturas seguían rodeando a su acechador. Éste, intentó retroceder. Su sonrisa había desaparecido y podía ver el terror en sus ojos rojos.

Una de las criaturas, la más grande, saltó sobre su perseguidor y hundió la mano en su pecho hasta arrancarle el corazón y lanzándolo hacia su compañero, quien lo prendió fuego y después desgarró su garganta hasta decapitarle. Aileen vacío el contenido de su estómago a los pies de la criatura que seguía sujetándola y después se desmayó.

Alexander apenas podía respirar con normalidad. El aire le quemaba los pulmones mientras su mente trataba de aferrarse a la única certeza que tenía en ese momento: la había encontrado. Finalmente, Aileen estaba de vuelta. Ahora podría mantenerla a salvo, ayudarla a superar lo que venía… a lo que debía venir. La miró en sus brazos. Aún en su forma animal, su cuerpo era ligero, vulnerable. Ella debía estar aterrada cuando los vio, un hombre monstruoso, cubierto de pelaje y con ojos dorados que brillaban como los de una bestia. No se lo había esperado, pero él la había encontrado y, con ello, se le abría una posibilidad. Aunque también una condena. En menos de una semana, tendría que verla morir.

La luna llena brillaba alta en el cielo, llenándolo todo con su luz gélida. Él sabía lo que eso significaba. Unos pocos días más y todo sucedería. El cambio de Aileen, el final de su tormento y, si no lograba salvarla, el final de su propio corazón.

Alexander caminaba de un lado a otro en el pasillo, su mente un torbellino de pensamientos. En la habitación de al lado, Juliet vigilaba a Aileen. Habían pasado dos días desde el rescate. Dos largos días en los que Aileen seguía sin despertar. El cambio se acercaba, y la incertidumbre comenzaba a consumirlo. Aileen debía alimentarse, fortalecer sus fuerzas para cuando la luna de sangre llegara, pero no lo hacía. Si permanecía en ese estado, el cambio la tomaría débil, vulnerable. Y sin él cerca, sin su apoyo, la muerte sería casi segura. ¿Qué pasaría si él no estaba allí cuando llegara el momento? La idea de verla desvanecerse ante sus ojos, sin poder evitarlo, lo volvía loco.

La puerta se abrió detrás de él, y Juliet apareció, sus manos cubiertas de sudor, su rostro tenso.

—¿Sigue sin despertar? —preguntó Alexander, su voz raspada por la desesperación.

Juliet, su mirada agotada, asintió, pero sus palabras no ofrecieron consuelo.

—Lo siento, Alexander. Si no despierta hoy, dudo mucho que lo haga. Entrará directamente en el sueño profundo y no podrás despertarla.

Alexander apretó los dientes, su corazón acelerándose al pensar en lo que eso significaba. Era su última oportunidad, la última oportunidad para salvarla antes de que fuera demasiado tarde.

—¿Y si se despierta mañana? ¿Hay algo que podamos hacer?

—No hay tiempo —dijo Juliet, sin rodeos—. No podemos hacer nada. El cambio será inevitable, pero si no se da en el momento adecuado, su vida se extinguirá antes de lo previsto. Se consumirá, Alexander.

Él se apartó de la puerta, las manos temblorosas sobre el marco, su mente un caos. La maldición que pesaba sobre él y sus hermanos dictaba que, si no encontraban a su compañera antes de cumplir los doscientos años, morirían a manos de aquellos que los odiaban, aquellos que los habían maldecido. Ahora que Aileen estaba cerca, ahora que la había encontrado, todo lo que quedaba era esperar. Pero no podía esperar. No podía perderla otra vez.

—¿Qué hacemos? —preguntó Armand, su voz grave.

La respuesta de Anthony fue más sombría.

—La solución está en los libros antiguos, pero no hay respuestas claras. Estamos demasiado cerca del final, Alexander.

Las horas pasaban lentas. En la biblioteca, los hermanos buscaban respuestas entre los polvorientos tomos, pero el tiempo no estaba de su lado. Si Aileen no despertaba pronto, su cuerpo se desmoronaría bajo la maldición, y él, atrapado en su propia desesperación, se vería obligado a luchar hasta el final.

Entonces, en medio del silencio, un estallido de luz cegadora sacudió el aire. La puerta se estrelló contra el suelo y la figura de Aileen apareció flotando en la cama, rodeada de una energía arrolladora. La luz brillaba en sus ojos, ahora completamente negros, como pozos de oscuridad. Antes de que alguien pudiera reaccionar, su mirada se cerró, y cayó nuevamente en un profundo sueño.

Pero antes de que pudieran acercarse a ella, otro sonido, esta vez agudo y desconcertante, los obligó a mirar. Juliet apareció, con un libro en las manos, su rostro alterado, y su apariencia… diferente.

—¡Juliet, ¿Qué ha pasado?! —preguntó Alexander, incapaz de comprender lo que veía.

Ella los miró con ojos tan oscuros como los de Aileen, y la voz que salió de su garganta no era la de la mujer amable que él conocía. Era ronca, temblorosa, y llena de poder.

—¡Apartaos! —gritó con furia.

Las garras negras y afiladas se extendieron de sus dedos, y una ráfaga de viento llenó la habitación.

—¡No puedes apartarme de mi hija! Ninguno de vosotros podrá.

La atmósfera en la habitación cambió de inmediato. Un resplandor cegador volvió a inundar el cuarto, y cuando la luz desapareció, Juliet y Aileen habían desaparecido.

El caos invadió la mente de Alexander. Enloqueció. Gritó, intentando romper las cadenas invisibles que lo mantenían prisionero en su propia desesperación. Sus hermanos trataron de sujetarlo, pero era en vano. Nada podía detenerlo.

—¡Tenemos que detenerlo! —dijo Armand, con urgencia.

—No podemos —respondió Anthony—. No si no sabemos qué está pasando. ¡Juliet y Aileen…!

Las preguntas que ninguno de ellos había sido capaz de responder ahora se acumulaban sin cesar. ¿Qué había hecho Juliet? ¿Por qué se había transformado? ¿Y qué había sido esa luz? La respuesta, sin embargo, no llegaría tan fácilmente.

Horas después, en los límites del bosque, Alexander, consumido por su propia rabia, empezó a correr, sintiendo la bestia dentro de él despertando, como si estuviera respondiendo a un llamado. La luna llena comenzaba a asomarse en el cielo, y él sabía que su tiempo se agotaba. Correr le permitió despejar su mente solo por un momento. Pero pronto, el aire se llenó de un olor familiar, un olor que le heló la sangre. Era Aileen. Y Juliet. Ambas. La mezcla de sangre, magia y desesperación lo guio hasta el corazón de la ciudad, donde finalmente llegó ante una casa vieja y destartalada, marcada con una cruz en la puerta.

Sin pensarlo, Alexander, en su forma de bestia, embistió la puerta, sus garras rasgando la madera. La puerta se abrió con un estrépito, y lo que encontró detrás de ella lo dejó sin aliento. La luna llena se alzaba con fuerza en el cielo, iluminando la ciudad y la casa donde Aileen y Juliet ahora residían. Pero en el aire, algo más también se despertaba. Algo mucho más oscuro. Y, en el borde de los montes Cárpatos, algo se movió, liberándose de sus cadenas, con una sed insaciable. Una criatura antigua. Y con ella, tres mujeres y tres lobos.



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