EL RETRATO
Desde que se había desmayado hacía unos días, todo estaba raro. Irma no decía nada para no asustar a nadie, pero percibía el ambiente extraño, entristecido. No podía saber con certeza cuántos días habían pasado. Se acordaba que empezó a sentirse mareada, que se metió en la cama con esa sensación horrible de que se le partía la cabeza. Pero no sabía exactamente qué había pasado después. Habría perdido el conocimiento, eso era más que seguro, porque ese tiempo lo tenía borrado. Lo cierto es que se despertó en el sillón, creía que varios días después. No quiso ni preguntar qué había pasado porque Jorge estaba tan raro, tan tomado por la situación que no quería preocuparlo, sobre todo porque de a ratos, ella volvía a perder la conciencia. No lo percibía del todo, pero sabía que había momentos en los que era como si no estuviera ahí. No tenía ningún cable, ningún catéter, eso la tranquilizaba, pero estaba clarísimo que las cosas no iban del todo bien. Jorge tenía una cara terrible y, para colmo, ni le respondía. No era que no dijera nada, pero no le respondía. Ella se daba cuenta que su voz estaba demasiado flaca, pero no tenía energía para hablar más fuerte, era como si se le estuviera extinguiendo. En el último tiempo, quizás en los últimos años, era cierto, hablaban cada vez menos. No estaban enojados ni distanciados, sólo hablaban poco. Sin embargo, repentinamente, en los últimos días, Jorge había vuelto a charlar con ella. Le hablaba sin mirarla a los ojos, siempre haciendo otra cosa, o tomando su copita de licor en el sillón. Se ve que le pegó el viejazo, se decía ella, porque le hablaba con una sinceridad que nunca le había visto. Le decía que no lo podía creer, que tantos años y de pronto se veía ahí sin saber qué hacer. Realmente estaba transitando algo, de hecho Irma empezó a preocuparse. ¿Si era Alzheimer? Porque lo veía llorar, hablarle, contarle cosas de su juventud. Sí, en cuanto ella se repusiera de esta debilidad tremenda, iba a hablar con sus hijos, porque un poco la conmovía, pero otro poco la preocupaba. Además, Jorge estaba tomando más de lo habitual. No era una copita de licor, eran varias, a veces un poco de whisky. Seguramente estaba angustiado por los desmayos de ella, ¿pero él? Era inevitable preocuparse por los hábitos de Jorge en los últimos días. Se sentaba en el sillón, por ejemplo, y le decía Ay, Irma, qué hicimos con nuestras vidas. Así cada noche, incluso muchas veces por la tarde. Ay, Irma era la frase que más repetía. La otra noche le había agarrado un ataque de sinceridad. Arrancó por todo lo que se habían querido, todo lo que él la había querido, pero enseguida se fue a esa crisis que habían tenido cuando los chicos estaban terminando la primaria. Eso la preocupaba también; cuando uno recuerda insistentemente los momentos lejanos suele ser síntoma de vejez, de empezar a borrar lo diario. Él decía que en ese tiempo se había sentido desconectado de la familia, poco hombre, y que Susana lo había revivido, lo había vuelto a despertar. A esta altura, a Irma no le generaba nada parecido a los celos, pero sí sorpresa, de Susana nunca lo hubiera sospechado. Y él seguía con esa historia: cómo después decidió que ya estaba, que era un hombre de familia, que no sabía bien por qué pero la elegía a Irma. Porque hubo veces que no sabía qué nos unía, Irma, le decía Jorge. No la miraba, hablaba mirando a la pared, a veces le hablaba a la foto de la repisa. Ella no lo podía abrazar, le hubiera encantado, pero no podía. No sabía bien cómo, hacía años que no se abrazaban, pero sobre todo sentía que no manejaba su cuerpo. Los chicos habían pasado. Irma había sentido el barullo de la conversación que venía desde la cocina. Jorge a la noche se lo contó. Los chicos quieren apurarme, Irma, pero son nuestros tiempos. Eso le había dicho. Era senilidad, seguro, pero la realidad es que era conmovedor escucharlo. A ella también le daban ganas de contarle cosas, pero era una sensación tan extraña la que tenía en el cuerpo. No podía pararse, no podía hablar. Y él se daba cuenta, era evidente. Porque de pronto lloraba, o repetía, Ay, Irma, tantos años. No mucho más, y se servía otro poquito de licor. Fue esa misma noche que estuvo sentado en el sillón un rato largo, parecía ido. Ella no hubiera podido decir cuánto, porque esa era otra cosa que le estaba costando, medir el tiempo. Él lloraba, y ella que solo podía verlo y volver a amarlo. Lloraba, le decía gracias, Irma, por todo esto. Después de un rato largo, Jorge se levantó y agarró la foto de la repisa. Siempre le había gustado esa foto. Ella prefería la de los cuatro en la quinta, pero a él siempre le había gustado esa foto de ellos dos que ya tenía mil años. Te quise tanto, Irma. Así le decía a la imagen, y ella lo recibía en el cuerpo. En ese cuerpo que ya era otra cosa. Y Jorge lloraba como nunca y le hablaba de los años, de todo lo que se arrepentía de no haberla mirado más. Y ahora tampoco la miraba a ella, pero Irma sentía que sí, que en esas lágrimas se iban despidiendo, que ella no estaba, que el que estaba era él: él y las fotos. Ojalá estés descansando, mi amor, eso le dijo Jorge. Y ella quiso abrazarlo, pero hacía días que no tenía cuerpo, y se venía a dar cuenta ahora. Él lloraba con el portarretrato en la mano. Entonces Irma se acercó, porque sabía que era la despedida, que ella ya era sólo emoción, sólo recuerdo. Se acercó para que sintiera su calor en la espalda, para que Jorge supiera que sí, que ella también lo había querido tanto, pese a los años, a la distancia, pese a la vida que ya no tenía. Lo sintió así, por última vez, hecha emoción pura, deseando que él supiera que estaba ahí, que ya no era ella, pero era su Irma. Lo sintió, y hecha recuerdo se fue.
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