La lápida
Una tarde gris, cuando el viento soplaba con un gemido constante, un desconocido entró al polvoriento taller de John Foster, tallador de lápidas. El hombre tenía la piel cenicienta, los ojos hundidos y la voz apenas un susurro.
—Quiero esta —dijo, señalando una pequeña losa de mármol sin adornos.
Foster, curioso, tomó su libreta.
—¿Qué nombre desea que grabe?
—John Foster.
El lapidario parpadeó, helado.
—¿Perdón?
—Sí —repitió el hombre, con una ligera sonrisa que no tocó sus ojos—. John Foster.
El tallista forzó una risa incómoda.
—Ese... ese es mi nombre.
—Lo sé —dijo el desconocido sin vacilar—. Una coincidencia, supongo.
Foster tragó saliva. Sus dedos temblaban ligeramente.
—¿Fecha de nacimiento?
—Treinta de abril de mil ochocientos noventa y uno.
Foster se quedó inmóvil, sintiendo cómo el frío le trepaba por la columna.
—Esa es mi fecha de nacimiento —dijo, casi en un murmullo.
—Curioso, ¿no? —dijo el hombre. Su sonrisa seguía ahí, helada, inmóvil.
El tallista se armó de valor.
—¿Y la fecha de fallecimiento?
El extraño inclinó ligeramente la cabeza.
—Quince de este mes.
Foster dio un paso atrás.
—¡Pero eso es mañana!
—Lo sé —respondió el desconocido—. Volveré pasado mañana a recoger la lápida.
Y se marchó, dejando el sonido de la campanilla de la puerta vibrando en el aire muerto del taller.
Esa noche, Foster no cerró los ojos. Se sentó en la oscuridad de su sala con una pistola entre las manos, cada sombra parecía alargarse, cada crujido era una amenaza. Esperó. Y esperó. Y cuando al fin el reloj marcó la medianoche y el día 16 llegó, soltó una carcajada nerviosa. Estaba vivo. Había sobrevivido.
A la mañana siguiente, el desconocido regresó como lo había prometido. Su rostro, pálido como la cera, parecía más satisfecho que nunca.
—¿Está lista?
Foster abrió la boca, pero su lengua parecía de plomo.
—Olvidé grabar la fecha de muerte —confesó.
—No importa —dijo el hombre, y su voz parecía provenir de un lugar muy lejano—. Ponga la de hoy: dieciséis.
—Pero... usted me dijo que era el quince —insistió Foster.
—Y ahora digo el dieciséis —repitió el otro con suavidad. Depositó el pago en la mesa—. Apresúrese, por favor.
El lapidario, con manos temblorosas y la garganta seca, talló los números en la piedra mientras el hombre lo observaba en silencio, inmóvil. Luego, cargó la lápida en su auto y se alejó lentamente.
La curiosidad pudo más que el miedo. Foster tomó una azada y lo siguió a pie, a distancia. Lo vio entrar al cementerio y colocar la lápida sobre una tumba fresca, sin flores, sin nombre… sólo la losa nueva con su nombre y su fecha de nacimiento.
Y la de hoy, como fecha de muerte.
El corazón de Foster retumbaba en su pecho mientras se acercaba. Sus dedos se cerraban en torno al mango de la azada como garras. Cayó de rodillas y comenzó a cavar como un demente, rompiendo la tierra húmeda, ignorando el sudor y la sangre que se mezclaban en sus palmas.
Finalmente, la azada golpeó madera.
Un ataúd.
Lo abrió lentamente. Dentro, yacía un hombre... con su rostro. Exactamente igual a él. Dormido en la muerte.
Foster gritó. Se alejó tambaleándose, resbalando en el barro, corriendo entre tumbas antiguas y lápidas quebradas.
Cuando llegó a la salida, se topó con un grupo de personas que avanzaban en dirección contraria. Eran conocidos: su vecino, la mujer de la panadería, su primo... todos con rostros solemnes, vestidos de negro.
—¡Estoy vivo! —gritó Foster— ¡No estoy muerto! ¡Mírenme!
Pero nadie respondió. Nadie lo vio.
Pasaron a su lado… como si no estuviera allí.
Como si nunca hubiera estado.
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