¿MI MARIDO O MI AMANTE?


Cada atardecer, al terminar mi jornada laboral y abandonar la oficina, mis ojos eran irresistiblemente atraídos por su presencia; un hombre de aspecto lánguido, envuelto en un aura de melancolía y con una mirada tan triste que parecía arrastrar consigo los secretos más oscuros de la existencia. Su figura, de cierta cadavérica palidez, ejercía sobre mí un hechizo magnético, una atracción inexplicable que desafiaba los estándares de las preferencias amorosas de mi edad. A diferencia de mis amigas, cuyo interés se inclinaba hacia chicos llenos de vitalidad y energía, mi corazón latía al ritmo de lo enigmático y lo siniestro.
 El tiempo fue labrando su imagen en mi mente con una persistencia asombrosa. Anhelaba cada atardecer, pues la salida de la oficina marcaba el momento en que nuestras miradas se cruzaban, una conexión silenciosa que parecía hablar un lenguaje que solo nosotros entendíamos. A medida que las semanas se sucedían, ese hombre misterioso dejó de ser un simple espectro en mi rutina diaria para convertirse en el centro de mis pensamientos y deseos.
El destino, como si supiera de mi obsesión oculta, tejía sus hilos invisibles y, de manera sorprendente, nuestras vidas se entrelazaron en un encuentro fortuito. No recuerdo cómo ni cuándo, pero pronto me vi compartiendo su espacio, instalada en su apartamento como si siempre hubiera sido el lugar al que pertenecía. Sus silencios, una mezcla enigmática de palabras no dichas y emociones contundentes, comenzaron a ocupar un lugar privilegiado en mi corazón.
Mis sentimientos hacia él evolucionaron en un proceso gradual y profundo. Sus gestos mínimos, su cabello áspero al tacto, el aroma que dejaba en sus sábanas, cada detalle cobraba una importancia desmesurada en mi universo emocional. Me encontré maravillándome con la visión de su cuerpo pálido y desnudo, percibiendo una belleza en su fragilidad que trascendía las apariencias convencionales.
Los años transcurrieron y nuestra conexión se fortaleció aún más. En los momentos de soledad, rodeada por sus regalos y recuerdos compartidos, me sentía como si su esencia permease cada rincón de mi ser. Abrir el cajón del tocador y contemplar las joyas que me obsequió, sumergirme en los perfumes que llevaban su huella, acariciar la lencería que compartimos en los momentos más íntimos, eran pequeños rituales que me unían a él con un lazo invisible pero poderoso.
Sin embargo, no podía evitar percibir la tristeza que lo consumía desde dentro. A pesar de todos mis esfuerzos por brindarle alegría y consuelo, su sufrimiento parecía anclado a su ser de manera inquebrantable. La tristeza se había convertido en una especie de eco interminable, como el eco de un lamento eterno que resuena en los rincones más oscuros de su alma.
Fue en un día especial, un veintiocho de agosto, cuando mi curiosidad me llevó a seguirlo sigilosamente hasta un lugar que desconocía por completo. Llegamos a un cementerio y, frente a una lápida, su cuerpo se quebró en llanto. Un impulso irrefrenable me llevó a acercarme y leer la inscripción en la lápida. Mis ojos recorrieron mi nombre, mi fecha de nacimiento y mi fecha de defunción, la misma fecha de ese fatídico veintiocho de agosto de hace varios años. Una oleada de recuerdos se apoderó de mí, reviviendo aquellos momentos con una intensidad que hacía tiempo no experimentaba; el choque del vehículo, la sensación de caer, la impotencia mientras mi vida se desvanecía. Recordé su presencia en el otro lado de la calle, ajeno a mi destino trágico. La realidad de aquella vida pasada resurgió con fuerza, un rompecabezas que encajaba en mi mente de manera inesperada.
El misterio se desvelaba ante mis ojos, pero la incertidumbre persistía. ¿Era él mi marido en esa vida pasada, o tal vez mi amante? El enigma que rodeaba nuestra conexión parecía expandirse aún más, como las sombras de un laberinto que se tornaba cada vez más complejo.
Desde el más allá, observaba la escena con un sentimiento de asombro y revelación. Mi historia, nuestro amor y la tragedia que nos unió se entrelazaban en un tejido de emociones y secretos que iban más allá de la vida y la muerte. Las respuestas, en lugar de aclarar el enigma, parecían multiplicar las preguntas. En ese momento de revelación, el suspenso se cernía sobre nosotros como un manto oscuro y enigmático, llenando el tiempo y el espacio con un aura de misterio que desafiaba toda comprensión.
Cada atardecer, al terminar mi jornada laboral y abandonar la oficina, mis ojos eran irresistiblemente atraídos por su presencia; un hombre de aspecto lánguido, envuelto en un aura de melancolía y con una mirada tan triste que parecía arrastrar consigo los secretos más oscuros de la existencia. Su figura, de cierta cadavérica palidez, ejercía sobre mí un hechizo magnético, una atracción inexplicable que desafiaba los estándares de las preferencias amorosas de mi edad. A diferencia de mis amigas, cuyo interés se inclinaba hacia chicos llenos de vitalidad y energía, mi corazón latía al ritmo de lo enigmático y lo siniestro.
 El tiempo fue labrando su imagen en mi mente con una persistencia asombrosa. Anhelaba cada atardecer, pues la salida de la oficina marcaba el momento en que nuestras miradas se cruzaban, una conexión silenciosa que parecía hablar un lenguaje que solo nosotros entendíamos. A medida que las semanas se sucedían, ese hombre misterioso dejó de ser un simple espectro en mi rutina diaria para convertirse en el centro de mis pensamientos y deseos.
El destino, como si supiera de mi obsesión oculta, tejía sus hilos invisibles y, de manera sorprendente, nuestras vidas se entrelazaron en un encuentro fortuito. No recuerdo cómo ni cuándo, pero pronto me vi compartiendo su espacio, instalada en su apartamento como si siempre hubiera sido el lugar al que pertenecía. Sus silencios, una mezcla enigmática de palabras no dichas y emociones contundentes, comenzaron a ocupar un lugar privilegiado en mi corazón.
Mis sentimientos hacia él evolucionaron en un proceso gradual y profundo. Sus gestos mínimos, su cabello áspero al tacto, el aroma que dejaba en sus sábanas, cada detalle cobraba una importancia desmesurada en mi universo emocional. Me encontré maravillándome con la visión de su cuerpo pálido y desnudo, percibiendo una belleza en su fragilidad que trascendía las apariencias convencionales.
Los años transcurrieron y nuestra conexión se fortaleció aún más. En los momentos de soledad, rodeada por sus regalos y recuerdos compartidos, me sentía como si su esencia permease cada rincón de mi ser. Abrir el cajón del tocador y contemplar las joyas que me obsequió, sumergirme en los perfumes que llevaban su huella, acariciar la lencería que compartimos en los momentos más íntimos, eran pequeños rituales que me unían a él con un lazo invisible pero poderoso.
Sin embargo, no podía evitar percibir la tristeza que lo consumía desde dentro. A pesar de todos mis esfuerzos por brindarle alegría y consuelo, su sufrimiento parecía anclado a su ser de manera inquebrantable. La tristeza se había convertido en una especie de eco interminable, como el eco de un lamento eterno que resuena en los rincones más oscuros de su alma.
Fue en un día especial, un veintiocho de agosto, cuando mi curiosidad me llevó a seguirlo sigilosamente hasta un lugar que desconocía por completo. Llegamos a un cementerio y, frente a una lápida, su cuerpo se quebró en llanto. Un impulso irrefrenable me llevó a acercarme y leer la inscripción en la lápida. Mis ojos recorrieron mi nombre, mi fecha de nacimiento y mi fecha de defunción, la misma fecha de ese fatídico veintiocho de agosto de hace varios años. Una oleada de recuerdos se apoderó de mí, reviviendo aquellos momentos con una intensidad que hacía tiempo no experimentaba; el choque del vehículo, la sensación de caer, la impotencia mientras mi vida se desvanecía. Recordé su presencia en el otro lado de la calle, ajeno a mi destino trágico. La realidad de aquella vida pasada resurgió con fuerza, un rompecabezas que encajaba en mi mente de manera inesperada.
El misterio se desvelaba ante mis ojos, pero la incertidumbre persistía. ¿Era él mi marido en esa vida pasada, o tal vez mi amante? El enigma que rodeaba nuestra conexión parecía expandirse aún más, como las sombras de un laberinto que se tornaba cada vez más complejo.
Desde el más allá, observaba la escena con un sentimiento de asombro y revelación. Mi historia, nuestro amor y la tragedia que nos unió se entrelazaban en un tejido de emociones y secretos que iban más allá de la vida y la muerte. Las respuestas, en lugar de aclarar el enigma, parecían multiplicar las preguntas. En ese momento de revelación, el suspenso se cernía sobre nosotros como un manto oscuro y enigmático, llenando el tiempo y el espacio con un aura de misterio que desafiaba toda comprensión.

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