Las Sombras
La niebla era tan espesa aquella tarde que parecía un muro sólido, devorando el paisaje de la ciudad con su abrazo húmedo. Habíamos llegado a este rincón de Castellón hacía apenas unos días, y aunque nos habían advertido de los relatos que envolvían su historia, nunca imaginé que algo tan intangible pudiera sentirse tan real. Mi hermano David y yo caminábamos por la plaza, envueltos en nuestros abrigos, intentando ignorar la sensación persistente de que algo nos observaba.
Nuestro destino era la biblioteca, el refugio de los curiosos como nosotros. Castellón era rico en historias, y yo quería conocerlas todas. David, aunque más escéptico, me seguía con resignada complicidad.
—¿Crees en estas leyendas? —me preguntó mientras empujábamos la puerta de madera, vieja y rechinante.
—Las leyendas son versiones distorsionadas de la verdad —respondí con una sonrisa—. Y estamos aquí para descubrir qué hay detrás.
El bibliotecario, un anciano con el rostro surcado por el tiempo, nos recibió con una mirada cargada de advertencias que no necesitaban palabras.
—No todo conocimiento trae tranquilidad —murmuró, señalando con un gesto la sección de historia local.
Las horas transcurrieron entre documentos y relatos de épocas antiguas, y conforme el sol desaparecía detrás de la niebla, una inquietud se instaló en nuestro interior. No era el frío, ni el cansancio. Era algo más.
Los lugareños se encerraban en sus casas antes del anochecer. No por temor al frío, sino por miedo a la niebla. Según los relatos, en esta época del año las sombras cobraban vida, y los desaparecidos nunca volvían a ser encontrados.
Cuando el bibliotecario nos instó a marcharnos, nos costó apartarnos de los libros. Al salir a la calle, el silencio nos golpeó de lleno. Era demasiado absoluto.
—¿Has oído eso? —susurré a David mientras avanzábamos por la acera.
Él se detuvo. Algo se movía en la bruma, una sombra desdibujada que se disipó como si nunca hubiera estado ahí.
—Seguramente son animales —replicó, aunque su voz delataba otra cosa.
Cuando llegamos a la casa que alquilamos, el calor del interior debería habernos reconfortado, pero la inquietud persistía. Esa noche, mientras repasaba nuestras notas a la luz de una vela, el patrón era claro: generación tras generación, las desapariciones se repetían. Siempre en esta época. Siempre con esta niebla.
David intentó encontrar una explicación lógica. Yo, por primera vez, no estaba segura de querer descubrir la verdad.
El grito rompió la noche como un relámpago. Un estruendo siguió, y en un segundo, los dos nos encontramos en la puerta, observando la niebla agitada en un torbellino de sombras.
—¡Alguien está en peligro! —grité, y antes de que mi hermano pudiera detenerme, corrí hacia la bruma.
Lo que hallamos no era una persona. Era el eco de algo antiguo y retorcido, un espectro de historias no contadas. Nos aferramos el uno al otro para no perdernos, hasta que una voz nos hizo girar de golpe.
Era el bibliotecario. Su expresión grave era la confirmación de que aquello no era fruto de nuestra imaginación.
—Las Sombras de la Niebla —murmuró—. Llaman a quienes están perdidos, a quienes no saben quiénes son.
—Pero... ¿qué son realmente? —pregunté, sintiendo cómo la piel se me erizaba.
—Un viejo aviso. Una maldición. Pero hay una forma de vencerlas.
David y yo escuchamos atentos.
—Las sombras se alimentan del miedo y de la duda. Si avanzan con claridad y llevan luz a lo que la niebla oculta, las devolverán a su lugar.
Armados con la lámpara del bibliotecario y la certeza de que debíamos hacerlo, nos internamos una vez más en la niebla. Las siluetas difusas retrocedieron con cada paso que dimos, como si nuestra determinación fuera lo único que las mantenía a raya.
Cuando el amanecer finalmente iluminó Castellón, las sombras se habían disipado.
Y con ellas, también se desvanecieron las desapariciones y el miedo.
La noticia corrió rápido, y aunque pocos entendían lo ocurrido, todos lo sentían. La luz del sol era más cálida, la brisa menos pesada.
David y yo nunca buscamos ser héroes. Solo queríamos respuestas.
Pero al final, lo que descubrimos fue mucho más que eso: la certeza de que, a veces, enfrentarse a la oscuridad es la única manera de disiparla.
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