Cena Macabra


Estábamos esparcidos en los sillones de terciopelo del pent-house, alrededor de una mesa de vidrio repleta de sushi fusión, charcutería orgánica y vino natural. Las luces tenues del techo, ocultas tras un diseño arquitectónico de curvas minimalistas, brillaban con esa calidez cara que sólo puede lograr un buen diseñador de interiores. La puerta del ascensor acababa de cerrarse tras el preformar callejero que habíamos contratado por capricho: un tipo excéntrico con cerditos amaestrados que nos hizo reír... hasta que dejó de tener gracia. Aún quedaba en el aire ese olor a plástico quemado, por los aros de fuego que les hacía atravesar.

Traían el postre: macarron de lavanda, mousse de erizo de mar, helado de yuzu, cake pops de pistacho y dátiles caramelizados. En el fondo sonaba una playlist de chill jazz, y uno de los camareros tarareaba desafinado mientras servía. Nuestro anfitrión, Hernán, acariciaba distraídamente el cabello teñido de azul de su nuevo novio veinteañero, se hurgaba los dientes con un mondadientes de oro —una excentricidad que había comprado en un viaje a Dubái—. Estaba visiblemente ebrio de tanto tinto dulce del Penedés sin mezclar, y comenzó a hablar, al principio con torpeza:

—Lo que más odio del final de una cena… es precisamente eso, que termina. Me obliga a pensar que todo termina. Incluso nosotros. ¿No es trágico? Somos tan… innecesarios. Puedes ganar millones, jugar en la bolsa, tener influencers que te lamen los zapatos, vivir en casas flotantes en Singapur, irte a Tulum cuando quieras… Pero al final, no eres más que un saco de carne esperando a ser devorado por gusanos o, peor aún, por el olvido. ¡Sirve más vino, por Dios!

Pidió que le trajeran una escultura articulada que tenía sobre una repisa: un esqueleto impreso en 3D, hecho con plástico reciclado de alta gama. Lo colocó sobre la mesa en distintas posturas, casi como si fuera una muñeca rota, suspiró y siguió:

—La muerte me obsesiona. Sobre todo después de comer. Ya fui a todos los médicos top: en Nueva York, en Seúl, hasta en Medellín. Nadie puede decirme qué tengo. Hay días que mi estómago gruñe como un demonio. Una nutricionista me habló de ansiedad, otra de "energías estancadas". Yo sólo sé que no quiero morir con gases. ¡No os cortéis, por favor! Si necesitáis ir al baño, id. Mejor una flatulencia inoportuna que una embolia.

Hizo una pausa, luego miró la copa y dijo:

—Y pensar que esto… esto no es nada comparado con lo que viene. ¿Qué pasa cuando se acaba todo? ¿Y si hay algo? ¿Y si hay cosas que nos observan desde la otra cara de la vida? En la ciudad hay sombras que se mueven raro de noche. Una vez, cuando vivía en un loft en Chacarita, juro que vi a una mujer quemando hierbas y vertiendo vino en un cuenco de cobre mientras murmuraba nombres… después peló unas almendras con los dientes como una rata. Escupía las cáscaras como si fueran huesos. Era una bruja, estoy seguro. Me quedé paralizado.

»Y no soy el único. A veces te despiertas cubierto de moretones y no sabes de dónde salieron. Hay gente que lucha contra algo en sueños. Y no son pesadillas, no. Son las "estriges" modernas: energías, entidades, lo que quieras. Pero están. Nos roban algo.

»Una vez… velábamos a la esposa de mi jefe. Él era un banquero famoso, dueño de criptas y bodegas boutique. Yo había perdido a mi pareja días antes —una mujer increíble, generosa, de esas que aún creen en el amor—. La noche que volví a la casa de campo para el velorio, vi cosas raras. Manchas, sombras. Un charco de sangre en la cocina. Y ruidos. Chillidos. Lamentos.

»La muerta estaba en la habitación. Verde, arrugada, con los labios atados. El viento movía las cortinas como si alguien respirara ahí. Velaba solo. Entonces empezó… ese canto. Dulce, como una nena perdida, pero con una tristeza que me heló. Y no podía moverme. El cuerpo se iluminaba con la luz de la luna. Las sombras tomaban forma. Y luego, nada.

»Al amanecer, el cuerpo… ya no era un cuerpo. Tenía huecos. Agujeros negros como pozos. Sin nariz, sin labios, sin ojos. Como si algo se los hubiera comido. Y el pecho… relleno de paja. Te lo juro.

»Las brujas existen. Nos espían. Y nosotros, tan cómodos con nuestras apps, nuestros NFTs, y nuestras pastillas para dormir, somos solo carne. Carne que canta.

Hernán se echó a llorar con la cabeza contra la mesa, entre la escultura y las copas vacías.

—¡Soy rico! ¡Tengo acciones en Tesla, en empresas de satélites! ¡Financio películas, tengo cinco Airbnbs, uno en Cadaqués! ¡Y aun así, soy nada! ¡Una bolsa de huesos, esperando que me vacíen!

El chico de azul le ofreció una copa de sake.

Las luces empezaron a apagarse. Algunos invitados dormitaban en sus asientos. El vino caído empapaba los manteles de lino. Entró sin hacer ruido un artista de performance, con la cara cubierta de harina y líneas negras como venas rotas.

Y nosotros nos fuimos, cruzando el pasillo entre dos filas de modelos que apenas ayer firmaron contrato. Tenían los pies marcados de polvo blanco: señal de que aún no eran de este mundo.


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